La libertad es algo absoluto, no se puede ser libre a medias, o se es libre o no, no hay término medio.
La genética es ese lazo sanguíneo que nos une a otros, los cuales forman automáticamente parte de nuestra familia. Sin embargo, la conexión genética no nos obliga a amar incondicionalmente a quienes, por casualidad natural, tienen un lugar en el árbol genealógico al que pertenecemos.
Dice uno de los diez mandamientos: "Honrarás a tu padre y a tu madre", pero, ¿que pasa si no soy precisamente una madre a quien se me merezca honrar? ¿que sucede si hemos crecido con la imagen de un padre abusivo y violento?, ¿que ocurre cuando es alguien de la propia línea familiar quien te lastima o te perjudica? , es que, a pesar de ello, ¿se deben "honrar"?
Es aquí donde la libertad cumple su sublime función. El amor no viene integrado a las circunstancias genéticas fortuitas, el amor nace y crece en virtud de las experiencias vividas. El amor no esta inmerso en las cadenas que forman el DHN, el amor se gana según lo merecemos.
Existen, por tanto, aquellos familiares nefastos a quienes no quisiéramos ni siquiera encontrar por una desafortunada coincidencia. Esos parientes incómodos y hasta indeseables con quienes nos gustaría no tener nada que ver y sin embargo están allí, como una broma pesada de la naturaleza.
A pesar de ello, la libertad nos brinda también otra opción, la de elegir. Durante la vida te encuentras con seres humanos quienes, a pesar de no tener relación consanguinea, se convierten en algo mas que solo nuestros amigos, aquellos a quienes decidimos integrar a nuestra "familia elegida". Son esas personas a quienes amamos por sus actos, por que nos demuestran amor verdadero, por su apoyo y generosidad, por los buenos momentos o simplemente por que nos aceptan así, como somos. Son esa gente a la que Dios envía para recordarnos que no estamos solo, pues siempre habrá ángeles sin alas que estárán a tu lado.
Haciendo uso de mi libertad decido, a quien amar y a quien no.